La experiencia de convivir con un perro viejo -no anciano- es muy hermosa. Esta historia, escrita en primera persona, es para leerla dos veces. Nos la manda Sandra, dueña de un venerable viejito “sordo, ciego y algo incontinente”

La aventura tiene tela. Vaquera, para más datos. Sandra trabaja de vaquera —literal— en un centro comercial de ambiente tejano. “Un antro hortera. Muy yanki. Muy gore”, matiza mientras acaricia las largas orejas de Sugar, coprotagonista de esta historia.

Sugar se hizo viejo hace unos años, durante un viaje de invierno a Burgos. Me di cuenta rápido. Aquel enero fue frío en toda España, pero en Burgos ni te cuento. Sugar lo notó mucho. Si le quitabas el calor de la estufa se quedaba en babia, como quien lo ha perdido todo. Él, que era el perro más chulesco de Madrid, el correveidile de la Cava Baja, se volvió ovillo junto al brasero. No quería salir a la calle. Y si lo obligaba, sus dos canicas pardas me miraban preguntonas. Callaban el reproche, sí; pero su mirada no: ella voceaba a gusto.

Los años mozos del perro viejo

Ya en la calle hacía sus pises y sus cacas muy rápido. Y antes de doblar la esquina daba por finalizado el paseo. Entonces volvíamos en silencio. Él soñando con su brasero. Yo añorando sus ladridos juveniles, aquellas pocas ganas de llegar a casa, sus cruces de un lado a otro persiguiendo olores, chorretones de grasa, perras en celo…

Su joven nariz había sido muy intensa. Pasional. Siempre dispuesta a sacarme de farra. La de veces que me llevó calle Toledo arriba, hasta el mercado de la Cebada; pura lujuria para un hocico ávido de olores gruesos. Solo viraba el paso si una hembra asomaba la oreja. Y es que mi Sugar fue un macho hipersexualizado. Me da pena contar que nunca tuvo éxito, pero es la verdad. Hembra que veía, hembra que perseguía al trote, al galope, a la carrera… Lástima que jamás les diera caza; es triste que muera sin saber lo que es cobrar la presa.

«Buena moza, buena raza»

convivir con un perro viejoFueron años de juergas callejeras, llenas de paseos por el viejo Madrid churrero que le vio nacer, porque a él lo compré en el Rastro —¿dónde si no?—, antes de que llegara la ley animalista. Y con ella el olor a orfandad que ahora sobrevuela la plaza de Cascorro. Ahora ‘no ha lugar’ para los perros sin raza, ni para ningún otro tampoco. De hecho, basta mirar de soslayo a mi Sugar para percatarse de que algo de linaje sí tiene; aunque su primera cuna fuera un puesto ambulante.

Recuerdo que el simpático gitano que me lo vendió dijo que era “buena moza, buena raza”. Una verdad a medias. Mi Sugar es un mocetón Cavalier King a secas, porque a Cavalier King Charles Spaniel no llega. Eso fijo: le faltan apellidos y le sobran defectos de raza. Algo que lejos de molestarme, me agrada. Saludos desde estas líneas al calé moreno que me lo vendió.

Convivir con un perro viejo

Parece que fue ayer cuando lo compré, pero es mentira. Ahora mi Sugar es perro viejo, que no anciano. Los perros ancianos son añosos de salón. Tienen las vacunas al día, comen  chucherías veganas y van a la peluquería.

Mi Sugar no ha pisado jamás un salón de belleza, pero luce como una estrella del rock. Tiene dieciséis años, algunas vacunas y una vida naturalmente perra, llena de malos modales y buen corazón. Su noble paciencia compite en santidad con la de Job.

Tantos años de convivencia han dado para mucho. Nos admiramos mutuamente. Él me observa desde abajo cuando guiso, embobado; como si pensara: “qué bien lo hace mi dueña”. Tampoco me quita los ojos de encima mientras tomo mi comida, “es una diosa —parece pensar—, en la próxima vida quiero tenerla de nuevo muy cerca de mí”. Quizás haya quien me considere exagerada. Pero se equivoca: ni Romeo hubiera mirado así a su Julieta en el lecho conyugal que Shakespeare les negó.

Sordo, ciego y algo incontinente

Por lo que a mí respecta lo adoro. Mi Sugar se ha hecho de querer’ desde siempre. Aquel joven que perdía la cabeza persiguiendo los olores a mierda del viejo Madrid es ahora un perro viejo, sordo, ciego y algo incontinente.

convivir con un perro viejoMi Sugar comenzó a empaparse en sus propias aguas con la naturalidad de un niño que se orina en el pañal. Y le compré unos cuantos. Sé que no le gustan, pero estas cosas no se pactan. Mi viejo e incontinente Sugar los lleva día y noche. Son su prótesis de celulosa. Contaminante, vergonzosa, molesta y antinatural. Pero práctica. Mucho. Y es que el orín de mi Sugar huele a perro viejo, pero sabio. Estos pañales no le restan un ápice de dignidad.

Convivir con un perro viejo es una lección de vida magistral. Sugar sabe que vive de regalo. Es un tipo muy listo y sus dieciséis años de vida le han arrugado el cuerpo menos de lo que han ensanchado su alma. Le falla la vista, el oído, el esfínter, la fuerza. Todo menos el amor; el suyo y el mío. Nuestra mutua admiración permanece joven e intensa. Y si hay otra vida, quiero tenerlo de nuevo muy cerca de mí, aunque tenga que ser yo quien le mire, embobada, mientras guisa.

Nota de Sandra: Las imágenes de esta historia son de un Sugar que aún está de ‘buen ver‘, razonablemente atractivo y activo. Dejo a la imaginación del lector la estampa de mi viejito meón.

 

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